UNA CARTA DE AMOR
A media hora a pie de casa, en la
cafetería en la que compartimos tantos cafés a la salida de mi antiguo trabajo,
en la mesa más alejada de la entrada y de la barra, sin planes ni prisa, espero
a que el camarero me traiga la copa que le acabo de pedir.
Le observo mientras lo prepara siguiendo
un ritual que habrá repetido en cientos de ocasiones. Es joven y no
especialmente guapo, pero tiene un brillo en los ojos que llama mi atención. Me
recuerda que una vez yo también lo tuve, que una vez, hace una eternidad, yo
también fui joven. Ambos lo fuimos.
El camarero se acerca y deposita
mi bebida sobre la mesa, dedicándome una amplia sonrisa que no sé cómo, soy
capaz de corresponder.
A solas con mi gin
tonic, se me viene a la memoria el día
en que le conocí, en el aula magna de la facultad, en primero de derecho, uno
de los primeros días de clase, cuando desvié la vista hacia un chico que me
observaba en lugar de mirar hacia el estrado donde se encontraba el profesor. Nuestras
miradas se encontraron y un escalofrío recorrió mi espalda; me sentí atraída
por él de inmediato.
Así estuvimos un mes, sin
acercarnos el uno al otro, lanzándonos furtivas miradas entre lecciones
monótonas y aburridas, hasta que un fin de semana, nos encontramos en uno de
los bares de moda, y con la ayuda de nuestros amigos, nos conocimos, nos
gustamos, y no nos volvimos a separar hasta hoy.
¿Cuánto tiempo había pasado? Casi
veinte años, toda una vida… Dos caminos que un día se hicieron uno, recorrido
por dos niños que juntos se convirtieron en adultos y que ahora se volvían a
separar, dejándome sola, perdida y sin consuelo.
Doy un considerable sorbo que
quema mi garganta con rabia y me hace perder el equilibro un instante. Me gusta
la sensación, me aleja de la realidad. No recuerdo la última vez que bebí, pero
seguro que fue junto a él. Quizá en una boda, o algún viernes por la noche de
aquellos de hace años, cuando vivíamos en nuestro mundo perfecto, repleto de
ilusiones y planes por cumplir, y quedábamos con nuestros amigos, los mismos
que fueron testigos el día que hablamos por primera vez y aún conservamos.
En este momento, mientras yo,
cobarde, languidezco entre estas cuatro paredes, ellos, valientes, han ido a
despedirle.
Y recuerdo su risa, su sentido
del humor, su talento, su inteligencia, sus comentarios locuaces, su estilo de
vestir, su forma de caminar.
Y doy un nuevo sorbo que me
impida recordar.
Pero vuelven a mi mente, a pesar
de mis protestas, sus partidos de baloncesto, su constitución atlética, la
imagen de su sudadera preferida sobre su torso.
Su sentido de libertad, su
vehemencia en la búsqueda de la justicia, su instinto de lucha hasta el final.
Tantos momentos vividos…Nuestras
partidas de ajedrez, nuestros largos paseos por la playa, nuestras películas en
el sofá los sábados por la noche, nuestras cenas sin palabras, el cine, la
música, los días lluviosos, los soleados, el frío, el calor junto a él… Su
olor, sus ojos al mirarme, sus abrazos, sus caricias, su manera de tocarme… sus
manos sobre mí. Su cuerpo sobre mi cuerpo. Dos lágrimas ruedan desesperadas por
mis mejillas porque a pesar de que no
puedo entenderlo, sé que nunca volveré a sentirle.
Mi vida en torno a la suya, su
vida en torno a la mía, como si no hubiera nada más. Y no había nada más, no
importaba lo demás. Y ahora ya no hay nada.
Quiero retenerlo todo en mi
memoria, cada momento, cada sensación. No quiero olvidarle, quiero llorar,
quiero sufrir, no quiero volver a vivir.
El gin tonic se ha acabado pero nada ha
cambiado. Hago un gesto al camarero para que me ponga otra de lo mismo. Esta vez
lo trae pero ya no sonríe, mis incómodas lágrimas le han intimidado.
Saco el móvil de mi bolso para
comprobar cuánto tiempo ha pasado, quiero que transcurra el tiempo que ahora se
me antoja eterno. El display muestra tantas llamadas perdidas que lo vuelvo a
guardar sin ver siquiera la hora. No quiero hablar con nadie, no quiero
compartir mi dolor.
Se abre la puerta y aparece
Edurne, buscándome inquieta. Solo ella sabría que podía estar allí, en nuestro
rincón. Ella ha ido a decirle adiós,
aunque él ya no estaba allí. No me importa lo que piensen los demás, no podía
verle así. Una vez me localiza su gesto se relaja, y con los ojos llenos de
lágrimas, se acerca a mi lado y se abraza a mí. “Nos tenías
preocupados. Ya se ha acabado todo, vámonos a casa” me susurra.
Pero nada ha acabado, la
pesadilla no ha hecho más que comenzar.
No puedo ir a nuestra casa, a enfrentarme
con sus recuerdos y los míos. Nunca podré volver.
Ya
no tengo a dónde ir, porque mi hogar eras tú. Ayer estabas conmigo, y hoy no
existes. Tu ausencia se me clava como agujas en el alma. Al menos pudimos
despedirnos, demasiadas veces quizá. Te has ido sabiendo que te quiero, y yo sé
que no había nadie más que yo en el mundo para ti. No hay palabras de consuelo,
ni culpables de que tu camino se haya extinguido cuando quedaba tanto por
recorrer. Hoy mi vida se termina con la
tuya, pero a pesar del dolor y el sufrimiento, ha merecido la pena vivirla
junto a ti.
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